domingo, 9 de mayo de 2010

LA FUERZA DE LA PALABRA


A veces me preocupa vivir dándote por sentado. Nos vamos conociendo, y me es familiar tu palabra. Sé que hablas del prójimo, y puedo repetir de memoria tus bienaventuranzas. Veo tu cruz en dibujos y cuadros. Rezo con ella. Voy a misa, y a veces el rito me es tan familiar que se me va la cabeza a mil cosas.

No es mala voluntad, sino la confianza, que es así. Pero hoy me pregunto si no te me estarás volviendo tan habitual que dejo de percibir la forma, siempre distinta, en que tu evangelio puede sacudirme.

Y es que tu palabra, viva en Jesús, susurrada por tu espíritu, recogida en la Biblia y transmitida en la historia, no deja de ser como un río embravecido que se puede saltar cualquier defensa. Una parábola que atraviesa el tiempo para hablar de mí. Una declaración de amor que me sacude, porque siento que acuna mi flaqueza. Un grito de envío que me lanza a las gentes, para curar, compartir y amar…

Tu palabra también puede provocar; exige, invita, llama… me enfrenta con mis contradicciones. Me asusta si me veo demasiado incapaz de seguirte. O me inquieta si intuyo en el camino dificultad o renuncia.

Una revelación que ilumina mis incertidumbres o que me llena de alegría. Por eso te pido que me ayudes a seguir escuchando. Para que no te me conviertas en hábito o ruido de fondo. Para que tu evangelio sea siempre buena noticia que habla de los otros, de ti, de mi, de todo…

Es una palabra que habla de seguimiento y radicalidad, de pasión y entrega, de muerte y de Vida. Una palabra hermosa y difícil.

Por eso te pido que no me dejes domesticarla. No me permitas poner sordina a tu voz en mis oídos. No me dejes defenderme ni excusarme. Dame valentía para dejar que tu palabra cale hondo, para vivirte en serio, para dejar que tu amor me desnude un poco, para darme a tu manera.

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